"La buena mujer, quedando grandemente atemorizada, le dio todo lo que tenía, ya que el ogro, aunque comía niños, era un buen esposo. Pulgarcito, teniendo ya toda la fortuna del ogro, llegó a la casa de sus padres, donde fue recibido con inmensa dicha".
Pulgarcito, en la versión de Perrault. No puede ser normal que las normas legales, sean generales (leyes) o particulares (sentencias), no separen lo justo de lo injusto. Pero el francés Gilles Deleuze, uno de los más influyentes filósofos del siglo XX, advierte que el Postulado de la Legalidad debe ser revisado. Y que debe ponerse en juego otra comprensión de la ley. "Para entender la ley no como lo que demarca limpiamente dos dominios (legalidad-ilegalidad), sino como un procedimiento por medio del cual se gestionan ilegalismos. Ilegalismos que la ley permite o inventa como privilegios de clase; o que tolera como compensación, o para recuperarlos en otro terreno en favor de la clase dominante; o ilegalismos que prohíbe, aísla y define como medio de dominación" (Un diálogo sobre el poder, Miguel Morey).
No puede ser normal que la Constitución de la Nación esté subordinada a los caprichos revanchistas del alperovichismo. La Argentina suscribió en 1994, mediante la reforma de la Carta Magna, los pactos internacionales que se proponen eliminar toda forma de discriminación. Sin embargo, el Poder Ejecutivo discrimina al secretario judicial Carlos López (el primer perseguido político de esta gestión). Y el Poder Judicial dice que está bien.
Seis veces castigó el gobernador al abogado de idoneidad reincidente y no lo propuso como fiscal a la Legislatura, a pesar de que él terminó tercero en un concurso, segundo en dos, y primero en tres. Todos saben por qué postraron a López. Para los que se hacían los otarios, el camarista Rodolfo Novillo se los puso por escrito en esa digna cautelar que le concedió al letrado, y que luego la Corte manoteó y anuló: frustran su carrera judicial porque fue el secretario de la Fiscalía Anticorrupción que investigó a buena parte de los alperovichistas cuando integraban y aplaudían el mirandato.
Pero según la Corte Suprema tucumana, López no pudo acreditar que lo discriminaran. Ser excluido media docena de veces ha de parecer "poco" para los jueces supremos sin concurso. ¿Cuál es la cifra? ¿10 veces? No podrá saberse porque a López no lo discriminarán una séptima vez en su intento de ser magistrado penal: ya no hay fiscalías ni judicaturas penales vacantes en la -por así llamarla- Justicia local.
No puede ser normal que el Gobierno descarte al mejor de un concurso sin dar razones. Nadie discute que es facultad de José Alperovich proponer a los jueces, pero para relegar al primero debe dar fundamentos legítimos. "No, porque no" es de monarquías absolutas, no de repúblicas.
No puede ser normal que todo eso no les bastara. Aunque pocas cuestiones son tan federales como un Estado discriminando a un individuo, el supremo tribunal le negó a López el recurso extraordinario: la garantía procesal para asegurar la supremacía de la Ley Fundamental sobre la venganza personal del poderoso y sobre el antojo de los operadores políticos.
No puede ser normal que, en los hechos, se esté negando a López una segunda instancia. Porque la Corte local se apropió del expediente cuando este se tramitaba en la primera instancia, que es la Cámara en lo Contencioso Administrativo. Y ahora se niega a que la Corte federal revise su fallo. Es decir, el tribunal tucumano se declaró único y último intérprete de la Constitución Nacional.
Lo controlado
No puede ser normal que el Tribunal de Cuentas detecte sobreprecios en la Dirección de Arquitectura y Urbanismo y que la Policía Federal encuentre durmientes y rieles de ferrocarril en una propiedad de la familia de un delegado comunal. Ni que la primera respuesta del Gobierno sea los hombres son buenos pero si se los controla son mejores. Ni que la segunda consista en mandar a los opositores a "que hablen menos y que actúen más". La democracia es el gobierno de los que opinan. Ya sea entendida como un gobierno de consensos (Giovanni Sartori), o como un gobierno de disensos (Ernesto Laclau), necesita de dirigentes y ciudadanos hablando, diciendo, opinando.
Con la mordaza que desea para sus adversarios, el alperovichismo demuestra que no quiere el control que pregona. No quiere ser mejor. Por eso arrodilló a la Legislatura, intervino los entes autárquicos y colonizó la Justicia, a la que degradó con la Constitución de 2006: para remover por juicio político a un juez de la Corte se necesitan menos votos que para destituir al gobernador o al vice. Para esta gestión, un magistrado que debe controlar al Gobierno vale menos que un político.
Lo radical
No puede ser normal que a la UCR, segunda fuerza política provincial y único partido opositor con representación parlamentaria nacional por Tucumán, haya acordado violar su Carta Orgánica.
No puede ser normal que, mientras el artículo 60 dice que no podrán ser miembros de la junta de gobierno los afiliados que desempeñen cargos políticos de cualquier naturaleza fuera de la provincia, dirigentes de diversas líneas internas hayan resuelto que un senador nacional presida, justamente, la junta de gobierno.
No puede ser normal que el partido que reivindica la Constitución como plataforma política, y la observancia de la ley y la defensa de las instituciones como razón de ser, haya hecho eso, además, de manera gratuita. Porque José Cano no necesitaba de ese cargo para demostrar que es el principal referente de la UCR y, hasta ahora, de la oposición tucumana.
La UCR es el partido que encabezó una multisectorial para impugnar en la Justicia la recontra-reelección de Alperovich. Que él, sólo él y nadie más que él pueda ser gobernador durante 12 años consecutivos estaba expresamente permitido por la Carta Magna de 2006, pero la dirigencia radical entendió que semejante privilegio reñía con otros principios señeros, como el de la igualdad. Esa discordancia, sostuvieron los opositores, hacía de la "re-re" una instancia inconstitucional.
No puede ser normal que, luego de ese planteo, el radicalismo procediera, internamente, peor. Porque si la Carta Orgánica debe entenderse como la Carta Magna de la UCR local, violar una prohibición expresa no es inconstitucional sino anticonstitucional.
No puede ser normal que los "correligionarios" predicaran que todos estaban de acuerdo y que nadie iba a impugnar lo resuelto. O sea: los que se anotaron para disputar la conducción del centenario partido se habían puesto de acuerdo para apartarse de la norma de base de su partido. Para proceder, a escala, como el Gobierno provincial con la Constitución local: la Carta Magna prefiere la licitación pública, pero el alperovichismo adora la compra directa. Tanto como gobernar mediante Decretos de Necesidad y Urgencia, cuando, según la Constitución, esa es una vía legislativa de excepción.
Precisamente, en la decisión radical de pisotear su carta magna se encuentra el gran triunfo del oficialismo: el alperovichismo les ganó a los dirigentes del centenario partido la batalla cultural.
A principios del siglo XX, el fraudulento régimen conservador les ofertó a los radicales ministerios y gobernaciones para que abandonaran el abstencionismo. Cuando Hipólito Yrigoyen contestó "que se pierdan cien gobiernos, pero que se salven los principios", estaba diciendo que de la derrota electoral se regresa: de la incoherencia, no. ¿Con qué autoridad política va a reprochar la UCR al alperovichismo ilegalidades, inconstitucionalidades y avasallamientos? ¿Y la calidad institucional?
Lo real
Que no sea normal no equivale a que no pueda ocurrir. Pero tampoco implica que el ciudadano deba aceptarlo. Que ocurra no significa que sea normal. Aunque el poder pretenda lo contrario.
"Dice Michel Foucault: el poder produce lo Real. En nuestras sociedades, esta transformación técnica de los individuos, esta producción de lo Real, recibe un nombre: normalización. La forma moderna de la servidumbre. Normalización es, por supuesto, imperio de lo normal, de la media estadística, de la somnolencia de lo acostumbrado...", martilla Deleuze.
Este es el jardín de la anormalidad. La anormalidad se infiltró, básicamente, por su rostro humano. Lo relató el cada vez más gravitante Foucault (1926-1984), apelando en su curso Los anormales (1974-1975) a Pulgarcito. En la versión de Perrault, el protagonista roba las botas de siete leguas, se presenta ante la esposa del ogro que está dormido, le miente que su marido está en manos de malhechores, le pide todo el oro de la familia para pagar el rescate, lo roba y es recibido como un héroe. Por supuesto, el monstruo es deplorable porque devora niños. Pulgarcito, en cambio, sólo estafa mujeres fingiendo secuestros. Y algunos de sus vecinos, incluso, niegan esa especie...
"El monstruo combina lo imposible y lo prohibido", describe Foucault. Los anormales, en cambio, no violan las leyes de la naturaleza: solamente infringen las leyes del hombre.
"Los Pulgarcitos son los descendientes de los ogros, lo cual está en la lógica de la historia", anota. Y advierte que no fueron los hombres quienes aniquilaron a los ogros: "Fueron los pequeños anormales quienes terminaron por devorar a los grandes monstruos que les servían de padres".
"¿Cómo pudo la especie de gran monstruosidad -inquiere Foucault- repartirse finalmente en esa bandada de pequeñas anomalías, de personajes que son, a la vez, anormales y familiares?". Hay que empezar a contestar esa pregunta para comenzar a comprender este Tucumán.